Unos 3.000 escoltas trabajaron en el País Vasco. Seis años después de la tregua, malviven desubicados por España. Ocho de ellos cuentan su historia: "No tengo ni para comida"
Están a miles, diseminados por España. Se jugaron la vida en el País Vasco defendiendo a políticos, jueces, periodistas… y ahora la mayoría está en las colas del paro, de vigilantes de seguridad por 800 euros, desahuciados, en algún pequeño bar que han montado… Seis años después de que ETA anunciara una tregua indefinida, los más de 3.000 escoltas que durante años combatieron el terrorismo en Euskadi dicen sentirse desprotegidos, abandonados y en muchos casos amargados. “Nadie se acuerda de nosotros y digo yo que alguna línea tendremos que escribir en la historia de este país”, cuenta Gema Ruiz Regato, una de las pocas mujeres de la profesión. Estas son las vidas de ocho de ellos.
Óscar, de 41 años, trabajó de escolta entre 1998 y 2012. Entró muy joven, en cuanto dejó el ejército. Él es de Pamplona, aunque lo habitual es que al norte llegasen de fuera. “Siendo de aquí era un poco más duro porque la gente no lo veía bien. Si alguien se enteraba nos llamaban 'txakurras' [perros], nos insultaban…”. En 2012, un año después de la tregua, se fue al paro. Así estuvo tres años y medio. “Buscaba trabajo, pero no ponía en el currículum que había sido escolta, lo he llevado en secreto y no quiero que se sepa".
Ahora cuenta que su situación apenas ha mejorado. “Ahora echo unas horas de vigilante, pero solo ocho horas mensuales. Mi casa pende de un hilo, salimos porque mi padre, que está jubilado, me da la mitad de su pensión y mis hermanas me dan dinero para comida. Estuvimos en la calle luchando y pasándolo mal y ahora solo pedimos que se acuerden de nosotros. Suena mal decirlo, pero me siento un poco un apestado”.
A casi 800 kilómetros al sur está José Ángel. Tras dejar el ejército, este cartagenero llegó en 1999 al norte para trabajar de guarda de seguridad en la autovía de Leizarán y después fue escolta, donde pasó la mayor parte de los 16 años. “Era salir por la mañana y despedirte de tu mujer: 'Si no vuelvo, no vuelvo'. No es un trabajo, es una forma de vida en la que o te mataban o no. Tres compañeros se pegaron un tiro en la cabeza, otro se disparó en la pierna. Yo tuve que disparar un par de veces porque era dar o que te dieran”, cuenta. Hoy está en el bar que ha montado en una barraca a las afueras de Cartagena.
Con una cerveza y mientras el sol se pone recuerda aquellos días: “Tengo mil historias. Yo vivía con mi mujer, pero nadie nos veía juntos. Ella llevaba un bar y yo era un cliente más. Si nos íbamos a pasar el día fuera del pueblo, ella cogía el autobús hasta otra zona y yo la recogía lejos de casa y a la vuelta, lo mismo. Como cada 15 días tenía un coche nuevo, para que no lo identificaran, al hijo de mi pareja le dijimos que vendía coches. A veces, el padre de algún compañero de colegio del niño me pedía que le consiguiera un coche de segunda mano que estuviera bien. Entonces tenía que llamar a la empresa en la que los alquilábamos y pedir uno. Tenía que mantener la apariencia. Cuando el niño tuvo 14 años ya le dijimos la verdad”.
La vida que recuerda era la de una angustia: “Cuando estás allí piensas que tu enemigo vive al lado, que cualquiera puede serlo. De mis 20 vecinos calculo que había tres 'abertzales' y uno de ETA. Una vez la Ertzaintza me llamó y me dijo que los etarras tenían la matrícula de mi coche y de mi moto, que me tenía que ir. Para ti, allí todo el mundo era etarra. Luego ya veías que algunos no, pero en principio y por precaución actuabas como si todos lo fueran”.
"Venían a trabajar de escoltas de fuera. Pasaban los primeros meses en Ermua, Rentería, Eibar o Elgoibar, zonas duras, y la mayoría pedía volver"
Este tipo grande con barba recuerda sus primeros días. “En uno de mis primeros servicios como escolta llevaba a una concejal mayor. A un lado en un semáforo se paró un coche de la Ertzaintza y pasaron por el paso de cebra tres chavales cargando algo. Saludé a los ertzaintas con la cabeza. De repente, de un autobús que estaba delante se empezó a bajar la gente y empezó a arder. Los chicos esos lo habían quemado y se fueron andando. Yo miraba a los ertzainas, pero no se movieron hasta un rato después que ordenaron el tráfico. Llamé a Interior y les dije: 'Oye, aquí acaban de quemar un autobús y un coche de la Ertzainza que estaba al lado no ha hecho nada'. Me dijeron que me fuera de allí. Eso era el País Vasco entonces”.
Esos años de la 'kale borroka' quedan hoy lejísimos, su vida no puede ser más distinta. Su mujer vino con él del País Vasco y cuando alguien llama con antelación prepara un marmitako en la tasca “la vasca” que dicen que es para chuparse los dedos. “Hago cursos de seguridad y chapuzas, pero no nos dieron nada”.
Los últimos escoltas salieron del País Vasco el pasado mes de marzo, pero ya quedaban muy pocos. “En 2011, semanas antes de la tregua, la empresa me ofreció irme a Andalucía. Ya sabíamos que venía la tregua. Era para ir de vigilante y nadie quería porque de ganar casi 4.000 euros pasabas a menos de la mitad. Yo acepte”. Óscar Arias habla desde Málaga, donde se ha recolocado. “Yo he tenido suerte, aunque al principio lo pasamos muy mal. Soy de Bilbao y esto es muy distinto. Mi mujer estuvo durante meses llorando a diario”. Cada dos por tres le llaman compañeros preguntando si puede colocarlos.
Óscar cuenta que aun así le resultó muy duro. “Las empresas ofrecían a mucha gente de fuera venir al País Vasco. Pero pasaban los primeros meses en Ermua, Rentería, Eibar o Elgoibar, zonas duras, y la mayoría pedían volver a sus pueblos aunque aquí ganaran el triple”. Él, como muchos, se fue a vivir a Castro Urdiales, el primer pueblo de Cantabria si se va desde Euskadi. Era una forma de poder respirar. “Al final todo el mundo te conocía. Decíamos que te habían 'mordido'. En un pueblo pequeño cuando miraban al alcalde siempre buscaban alrededor a los que íbamos a una distancia de él. Entrabas a un bar y te decían que allí no te daban de comer aunque vieses a todas las mesas con comida”.
Los que no eran vascos lo tenían peor para pasar desapercibidos. Sobre todo por el acento. “Yo iba con la 'txapela', barba y pelo largo. Si entraba un bar decía “¡Apa!” o “¡Agur!” y procuraba hablar poco, pero en algún momento pedías un café y veías que te habían pillado que eras de fuera. Ya sabías que ahí no podías volver, pero es que, joder, en algún sitio tienes que tomar café”.
Gema Ruiz Regato, presidenta de la asociación Las sombras olvidadas de Euskadi y Navarra, recuerda las promesas tras la tregua. “El subdelegado del Gobierno nos reunió en un hotel y nos prometió que nos iba a reubicar en los perímetros de las cárceles. En efecto, se privatizó la seguridad de las prisiones, pero no nos recolocaron. Beneficiaron a las empresas de seguridad que estaban en el País Vasco, pero ellas metieron a la gente que le daba la gana”. Otra de las salidas por las que pelearon era para dedicarse a proteger a mujeres amenazadas por violencia machista, pero las escoltas salen con cuentagotas. Javier, otro escolta, critica los que les cuesta conseguir una reunión en Interior: "Luego al hermano de Ignacio González bien que lo reciben rápidamente".
Gema, de 50 años, pasó 10 en el País Vasco como escolta. Es de las primeras mujeres que fueron. “No queremos dar pena, pero estamos formados con el dinero del Estado y ahora no servimos para nada. Hay gente en situaciones precarias”. Ella ha pasado años en el paro y desde hace tres meses ha vuelto a trabajar para una empresa de seguridad. Su reclamación además de laboral es de reconocimiento: “Digo yo que alguna línea mereceremos en la historia de este país. Creo que España tiene una obligación moral con los escoltas”.
"Solo trabajo ocho horas al mes. Mi padre me da la mitad de su pensión y mis hermanas para comida"
Muchos han sufrido un enorme golpe salarial. “Ganábamos bien, y es cierto, pero yo salía a las 5.30 de mi casa y volvía a medianoche. Una vez hice el cálculo y salía a tres euros la hora. Te pagaban igual si trabajabas tres horas o doce”. Y eso, por una vida muy exigente: “Yo en Euskadi compartía piso con dos desconocidas a las que les decía que era enfermera en el hospital de Basurto. Eso sí, mi habitación estaba cerrada con pestillo. A veces te reconocían por la calle y te insultaban o escupían: 'txakurra', hija de puta. Ya sabías que te habían 'mordido”. “Ahora nos dicen que nos reciclemos. ¿Cómo? La gente no tiene dinero y con 50 años no es tan fácil”, protesta.
El cordobés José Luis Corpas ha vuelto a su tierra. De 54 años, estuvo en el País Vasco entre 2005 y 2014. “Tengo compañeros que han sido desahuciados, un drama total. Somos los olvidados de la victoria contra ETA. Despidieron a la gente de mala manera. Nos han dejado en la miseria. Hace un mes, un compañero se suicidó”. Corpas pasó dos años en el paro y ahora está con un contrato de obra y servicio de vigilante de seguridad. “De escolta empecé ganando 4.000 euros y terminé ganando 2.000. Ahora como vigilante de seguridad se pagan 940 euros y tengo suerte. Lo que no entiendo es que si estamos en nivel 4 de alerta antiterrorista yo, que estoy formado, esté de vigilante solo con una porra y unos grilletes”.
Hubo mucho abuso. "Hay gente que va de honorable y luego te hacía hacer 70km para comprar el pan"
Los consultados tienen algo en común: añoran el trabajo de escolta, como si pese a las amenazas esa fuese su pasión, mucho más que estar de vigilante. “Tuve que cambiar tres veces de domicilio. Me pintaron un anagrama de ETA en el coche y en mi buzón pusieron una bala. Estuve en Irún, Rentería, Hernani, Tolosa, una zona muy complicada”, recuerda Corpas. “He estado al pie del cañón y defendía a gusto la democracia española, pero ahora han pasado de nosotros como de la mierda”. Corpas compara su situación con la de policías y guardias civiles: “El síndrome del norte es solo para policías y guardias civiles. ¿Qué pasa, que como somos de empresas privadas para nosotros no existe?”.
Si alguien parece haber sufrido ese síndrome del norte es J. G. A., un escolta al que un día en una revisión médica rutinaria en la empresa le quitaron el arma. “Estaba narcotizado y bebía mucho. Apenas dormía. La médico me dijo que yo era un peligro con el arma y me dieron una pensión. Me lo tomé muy mal porque era mi pasión, imagínate que a ti te quitan el trabajo de periodista de un día para otro. Tardé muchos años en comprender que hicieron bien”. Ahora trabaja en una empresa de limpieza. “Voy con mi furgoneta, limpio portales y hago algo de jardinería. Trabajo solo y me gusta, pero sigo vigilando los contenedores y haciendo las mismas rutinas que cuando era escolta”.
Muchos coinciden en que el sistema de escoltas ha generado despilfarro y abusos. Todos han firmado contratos de confidencialidad y no pueden dar nombres. Pero las historias que cuentan son todas similares: cargos públicos que derrochaban kilómetros aprovechando que el coche era oficial por la escolta, uso para fines privados… “No puedo contar lo que he escuchado, pero hay gente que va de honorable y luego usaba el coche del escolta para pasear a su novio por San Sebastián o que hacía 70 kilómetros para comprar un panque le gustaba mucho. Eso lo hacían porque los kilómetros no los pagaban ellos”.
"Apenas dormía. La médico me dijo que yo era un peligro con el arma y me dieron una pensión"
José Ángel recuerda una historia que suena parecida: “A alguien le dabas un coche con dos personas a su disposición y todos los gastos pagados y empezaba a tirar de él. 'Nos vamos a Bilbao a comprar. ¿Comemos en Pamplona? Vamos'. Al final, a veces estaba el tipo borracho en un hotel a las tantas y tú en la puerta. Hacían cosas que sin escolta no hubieran hecho porque habrían ahorrado en viajes. En eso hubo mucho abuso. Había quien te llevaba a pillar coca”.
Los escoltas explican que era mejor tener que escoltar a un juez que a un político. “Los jueces venían de fuera a hacer su trabajo e iban del juzgado a casa, los políticos se mueven mucho”, cuenta uno. Aunque el terrorismo se juzga en la Audiencia Nacional, allí se levantaban los cadáveres y al principio también 'kale borroka'. Los escoltas revisaban el correo para que no hubiera bombas. Uno recuerda los anónimos que les llegaban para que se inhibieran en algunos casos. “Señoría, otra carta', le decía yo. He visto cómo una causa pasaba por cinco juzgados. Había que tener muchos huevos”.
Uno recuerda a un concejal que hacía 3.000 kilómetros al mes en coche aunque solo iba al Ayuntamiento a un pleno en ese tiempo. Otro cuenta la historia de ese edil que quiso entrar con la bandera de España al hombro en el casco viejo de Bilbao un domingo a media mañana: “Le dije que yo no entraba. Llamé a la Ertzaintza y dije que suspendía el servicio. Me dijeron que de acuerdo, que lo esperara fuera y si salía vivo que lo retomara. Tú tienes que cuidar del protegido, pero para eso primero tienes que cuidar de tu compañero. Si pasa algo a los escoltas, el protegido está muerto”.
A los problemas laborales se suma que muchos se han quedado en tierra de nadie. Se fueron de sus casas a pasar los mejores años de su vida profesional fuera y ahora no tienen arraigo en ningún sitio. Antonio es andaluz pero vive en Pamplona. “Vine aquí de fuera y aislé a mis hijos por miedo. Les decía que dijeran que su padre trabajaba en la Volkswagen. Ahora apenas tienen amigos y me siento responsable”. Como otros, sobrevive en precario con trabajos de seguridad. El problema es que en plena crisis el sector de la seguridad no pudo absorber a miles de escoltas. O no quiso, ya que venían con mejores sueldos y preparación que lo que se requería en un sector muy precario.
Los escoltas sienten que su relato se ha ignorado, que nadie les pregunta a la hora de escribir la historia de la lucha contra ETA. Quizá porque no están organizados, porque había muchas empresas y cada uno era de un rincón de España y aunque se muerden la lengua no pueden contar todo lo que vieron. Uno lo explica: “Yo no sé cómo fueron las negociaciones del Gobierno de Zapatero con ETA, pero tengo mi parte del puzle. Una noche, el protegido al que escoltaba nos llevó a un caserío que era la boca del lobo. Allí estaba todo el mundo armado y nadie sabía quién mandaba. Vi a Eguiguren, a Otegi, a Permach. Los etarras iban con sus pistoleros. Había gente del Ejército, del CNI, hasta que nos dijeron que nos fuéramos. No queríamos obedecer porque no sabíamos con quién los dejábamos, pero nos teníamos que ir”.
Esos años el País Vasco era un hervidero de armas. “Siempre pensé que la peor desgracia podía venir de un petardo. Un día hice un cálculo y me salían 25 armas por metro cuadrado en el País Vasco. En cuanto dejaba al paquete me alejaba. Cuando había actos iba todo el mundo armado y siempre pensé que a la menor se podía liar. En San Sebastián acabábamos siempre en la discoteca Kabutzia, y a las tres de la mañana conocías a todo el mundo: el de los malos, el del CNI, el guardia civil… Decíamos de broma que tendrían que poner un arco de metales en la entrada y no dejar a pasar a quien no fuera armado”.
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